Andaba yo enfrascada en la ardua tarea de ensamblar cada uno de los cuadrados de mi olvidada mantita, y he de decir que no muy satisfecha ya que las piezas no eran para nada heterogéneas, las costuras poco rectas y la tensión inconstante, cuando empecé a percatarme de que algo prodigioso estaba aconteciendo. El tejido, que se materializaba lentamente entre mis dedos tomando forma de frazada, cobró movimiento y peso a golpe de ganchillo y descendió por mis piernas hasta tocar el suelo cubriendo en su totalidad la parte inferior de mi cuerpo. Para cuando quise dar la última puntada y con ella poner punto y final, el hechizo ya se había apoderado de mi persona: pérdida de la noción del tiempo, una sensación dulce y despreocupada y la reconfortante certeza de que nada malo podía pasarme.
Venciendo, aun no sé como, la casi irrefrenable necesidad de permanecer dentro de sus ondulados márgenes logré sacudírmela de encima, cargármela a la espalda y bajar corriendo las escaleras en busca de Fistro. Una vez lo tuve frente a frente le lancé la cobertura multicolor por los hombros cual poncho peruano y... La reacción no se hizo esperar:
- nos la quedamos ¿verdad? - imposible arrebatársela.
Intercambiando sensaciones con él confirmé mis sospechas. Sin saber cómo (¿habrá sido la primavera, o la misteriosa silla de Madame Pepin?) he tejido una manta mágica, capaz de brindar, en cualquier momento y en no importa que lugar, el mismo calor y fortaleza que los que se encuentran en el abrazo del ser amado. Solo debajo de esos pocos kilos de lana se puede encontrar un bienestar semejante. Pero no, fistrito mío, no podemos quedárnosla, ya que esta mantita ha sido hecha para y por el amor, y solo haciéndola llegar a su destino podrá conservar sus propiedades prodigiosas. Claro que nadie nos prohíbe permanecer en sus lindes un ratito más. Y, ¿qué pasaría si probáramos a envolvernos con ella los dos juntitos...? 😉